El 17 de octubre de 2019, un convoy de vehículos del Ejército mexicano avanzó hacia una de las casas de seguridad en Culiacán, donde se ocultaba Ovidio Guzmán, el hijo predilecto del viejo capo.
El saldo final de aquel culiacanazo fue grave, aunque pudo ser peor: ocho muertos y dieciséis heridos. Un costo intolerable para un país normal, escaso para el nuestro.
La decisión de liberar a Ovidio se convirtió en una de las más controvertidas del sexenio anterior. López Obrador defendió que, por encima de todo, era necesario poner por enfrente la vida humana. Para muchos, sus palabras destilaron cinismo. A otros nos parecieron un ejercicio de sensatez.
Cinco años después, Sinaloa arde en llamas. El verdadero culiacanazo llegó tarde, pero lo hizo con toda su furia.
El origen -si acaso esa palabra puede usarse- se encuentra en el secuestro y extradición ilegal de Ismael "El Mayo" Zambada, ocurridos en julio pasado. Si seguimos las pistas que se acumulan, en la búsqueda por llegar a un acuerdo con la justicia estadounidense, Ovidio y sus hermanos traicionaron a su padrino y lo empaquetaron en un avión. Hoy, quien fuera escaramuza, sierra y montaña, espera su lenta muerte en el concreto de una cárcel en Nueva York.
Zambada era algo más que un criminal. Era factor de estabilidad. Escribirlo duele, por lo que significa y por sus implicaciones. A la luz de los hechos, sin embargo, la conclusión es inevitable: su captura fue vector de ingobernabilidad.
Desde que el 9 de septiembre comenzara la lucha entre Chapitos y Mayos, en Sinaloa se han contabilizado 319 homicidios, 366 denuncias de personas desaparecidas y 490 automóviles robados.
Solo entre septiembre y octubre han sido perpetrados en Sinaloa más homicidios que durante los primeros siete meses del año. El promedio diario de homicidios diarios pasó de 1.4 a más de 6.
Mientras esto sucede y los culichis batallan en recuperar su cotidianidad, el embajador Ken Salazar nos revela, sin sorna, que "lo que pasó en Sinaloa se debería celebrar". Propone interpretar la captura del Mayo "como una victoria de los esfuerzos entre ambos países". La historia de siempre: la pretensión de hacernos asumir como nuestras las métricas de éxito de la embajada y no como lo que realmente son: la medida de nuestro propio fracaso.
Cuidado con las conclusiones apresuradas. Reconocer a ciertos actores criminales como factores de estabilidad no es una disculpa a sus acciones ni una convocatoria a la impunidad. Es un llamado a la construcción de una política criminal que priorice la paz social sobre cualquier otra consideración. La vida por encima de todo.
Ganar la guerra contra las drogas es imposible. México no solo es productor de mariguana, heroína y otras drogas sintéticas; es puente de cocaína sudamericana y de precursores químicos provenientes de Asia. Nuestra posición geográfica es condena.
El país recibe, además, de Estados Unidos, doscientas mil armas al año que alimentan la cólera de nuestro conflicto criminal. En ese contexto, la sola detención de capos -por más terribles que sean, por más cárcel que merezcan- solo rompe equilibrios básicos de gobernanza criminal. Ya tendríamos que haber aprendido la lección de 2006.
Hizo bien el presidente López Obrador aquel 17 de octubre de 2019 en detener la masacre que se venía. También hizo lo correcto en exigir a las agencias estadounidenses que se replegaran en sus intentos cotidianos de exportar su guerra hacia México. Se equivocó, en cambio, en moverse al otro lado del péndulo y permitir que grupos criminales expandieran su control territorial. Su política de seguridad nunca encontró el óptimo equilibrio entre ejecutar tiros de precisión y mantener la violencia al límite.
Para aliviar el conflicto criminal que vive México, deberá predominar la táctica sobre la impericia, la estrategia sobre el caos. El fracaso de Culiacán deberá servir como triste lección.
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