La contrarreforma de la ministra presidenta llegó con 66 sugerencias. Diez de ellas, apenas tocan de refilón el verdadero objetivo: el Poder Judicial federal. ¿El resto? Parches dispersos y buenos deseos en materia de seguridad.
Siete meses le tomó a Norma Piña responder a la reforma judicial que Andrés Manuel López Obrador dejó caer sobre la mesa aquel cinco de febrero. Siete meses: poco menos que un parto. El 9 de septiembre —un día antes de que la reforma fuera sometida a votación en la Cámara de Senadores—, la ministra presidenta presentó, finalmente, un diagnóstico y una propuesta para mejorar la institución que lidera. A lo lejos, crueles e irónicos aplausos al tardío espectáculo de desgobierno.
La contrarreforma llegó con 66 sugerencias. Diez de ellas, apenas tocan de refilón el verdadero objetivo: el Poder Judicial federal. ¿El resto? Parches dispersos y buenos deseos en materia de seguridad, armas de fuego, servicios periciales, desapariciones, defensorías públicas, atención a víctimas, etcétera. Una acumulación de letras que intenta esquivar la discusión que realmente importa.
—Ministra, no podemos enviar solo diez tímidas propuestas sobre el Poder Judicial. Nos tomarán por tontos.
—¡Bah! Les metemos otras cincuenta y seis de relleno. Ni lo notarán.
Así llegaron las recomendaciones de Norma Piña a nuestras manos para confirmar lo que todos intuíamos: el Poder Judicial no alberga la más mínima intención reformista. Los virreyes se resisten a ser exiliados de su reino.
Vamos directo a los hechos.
La primera idea de Piña sugiere una “revisión crítica” del flujo de los procesos judiciales. ¿El objetivo? Medir la calidad del servicio, la ética profesional y la interacción entre justiciables y juzgadores. En medio de la crisis más profunda del sistema judicial en México, el tercer poder nos ofrece … una encuesta de satisfacción. Un curita para una herida mortal. Piña no ha comprendido la gravedad del asunto en que está metida.
La segunda sugerencia plantea una Ley Nacional de Carrera Judicial para unificar reglas y así asegurar que los jueces tengan el perfil, el conocimiento y la competencia necesaria. ¡Ah, caray! ¿No era eso, precisamente, lo que nos preocupa de la nueva reforma? ¿Que los procesos sean claros y transparentes? Entonces, ¿quiénes han sido los encargados de impartir justicia hasta ahora? Una impenetrable caja negra.
La tercera iniciativa es para echarse a llorar. Piña promete desarrollar programas de sensibilización, capacitación y evaluación para fomentar la ética y la legitimidad institucional. Sensibilizar, capacitar, evaluar. Exactamente, lo que, en teoría, debería hacer el Consejo de la Judicatura Federal desde 1994. ¿Qué han estado haciendo desde entonces? ¿Y qué habrían seguido haciendo si no fuera por el impulso de la reforma judicial de López Obrador? Si, tras una sacudida de esta magnitud, pueden permitirse un diagnóstico tan lamentable … difícil imaginar la apatía previa.
Hasta aquí llegan las recomendaciones para el Poder Judicial federal. No hay dimisiones en el horizonte, ni planes para acercarse a la ciudadanía, ni intenciones de cambiar la manera en que los ministros sesionan o resuelven. Ningún esfuerzo por imponer una verdadera disciplina judicial. Nada. Absolutamente nada. El vacío disfrazado de reforma. La ministra presidenta se encoge de hombros.
El problema de toda consultoría: quien paga contrata a un profesional para que haga un diagnóstico correctivo, pero sin cruzar límites peligrosos. Algo que suene agresivo, pero que —por favor— sea superficial. Gatopardismo. A la ministra le habría costado la mitad y habría terminado en un tiempo menos humillante si, en lugar de rodear el problema, hubiera tenido el coraje de mirarlo de frente. Tomar el toro por los cuernos.
De sus salarios, ni una palabra. De la austeridad o del recorte de sus privilegios, silencio absoluto. Hace años, Ana Laura Magaloni y Carlos Elizondo lo explicaron con claridad: mejores salarios no garantizan una mejor justicia. De hecho, ya en 2011 los autores advertían que sueldos desmesurados podían erosionar la legitimidad de los impartidores de justicia, cuya credibilidad y honorabilidad son pilares fundamentales para un funcionario que no es electo, que permanece en el cargo por años y que, una vez instalado, no es fácil de remover.
Como las plantas que mueren de tanto regarlas.
Superado el incómodo asunto del Poder Judicial federal, Piña —en un sorprendente salto cuántico— trasladó la atención a los poderes judiciales locales, el rival más débil. Para ellos, la receta es simple y conocida: más jueces, más tecnología, esfuerzos redoblados, evaluaciones periódicas, indicadores por doquier, capacitación constante, diagnósticos interminables. Un desfile de formularios y tecnicismos para seguir pateando el balón. Como adorno, se incluyen palabras progresistas que suenan bien a oídos ingenuos: transparencia, nepotismo y paridad de género.
La contrarreforma de Piña confirma una de dos cosas: o no tiene la más peregrina idea de lo que hace, o lo sabe demasiado bien. O no tiene un diagnóstico claro sobre lo que debe hacer con el Poder Judicial, la Corte y el Consejo de la Judicatura, o lo sabe y pretende vernos la cara. Cualquiera de las opciones es dramática.
En pleno colapso del Poder Judicial, como lo conocemos, su desatinada portavoz ha llegado, un día antes de la votación en el Senado, con las palabras vacías favoritas de la época: consolidar, repensar, capacitar, sensibilizar. Verbos transitivos que confirman por qué el poder judicial no puede ser responsable de su propia limpieza.
Así, la reforma judicial de López Obrador, nacida sin pruebas que la sostengan, aprobada entre maniobras oscuras y de implementación incierta, encontró en Norma Piña más que una simple aliada: fue la forma más silenciosa de complicidad.
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